Desde que el agónico régimen restauracionista
(1875-1931) hubo de encajar la pérdida de las colonias españolas de ultramar en
el Caribe y el Pacífico frente a la pujanza del expansionismo estadounidense en
estas zonas del globo —guerra hispano-norteamericana por las posesiones de Cuba
y Filipinas, en 1898— hasta que se asumieron las consecuencias de otro
‘desastre’ de orden colonial, esta vez norteafricano, el conocido como ‘Desastre
de Annual’, que supuso la derrota militar (julio-agosto de 1921) del Ejército español ante las kábilas
rifeñas comandada por Abd el-Krim, la sociedad española, sus instituciones y sus
medios culturales, no encontraron un momento de sosiego o de relativo
equilibrio. No lo encontraron ni en sus cuentas presupuestarias desde el
descuadre que supuso el déficit definitivo de las colonias (descuadre que,
paradójicamente, ya existía antes del ‘desastre’ debido al coste del
mantenimiento de estos restos del ‘Imperio’), ni en su situación de orden
interno determinada por crecientes tensiones sociales. Tensiones y desajustes que en algunos casos,
como los que que culminaron con quince ejecuciones de penas de muerte en Jerez,
en 1884 (los procesos a la ‘Mano Negra’) o como los que condujeron a la
huelga general revolucionaria de 1917 y culminaron con una oleada de desórdenes
y encarcelamientos de destacados dirigentes políticos y sindicales evidenciaban los síntomas de un
desgaste institucional y de una desmoralización generalizadas.
Desórdenes públicos, atentados y magnicidios
(tras el de Antonio Cánovas en 1897, el de Francisco Silvela en 1912, y el de Eduardo
Dato en 1921; sin olvidar los atentados contra los reyes Alfonso XII en 1879 y
Alfonso XIII en 1906, este último con el resultado de once muertos al hacer explosión una bomba
al paso de la comitiva que se dirigía al madrileño Palacio Real tras haberse celebrado la
boda del rey); levantamientos abortados y tensión en los cuarteles; asonadas
callejeras; estados de excepción o ‘de guerra’, como el decretado en Barcelona
de 1904 (Semana Trágica: casi cien muertos y cinco penas de muerte como
consecuencia de la represión de un movimiento
popular contra las ‘quintas’)… No fue, desde luego, el régimen
canovista-restauracionista (desde 1875 a 1931, con su paréntesis primoriverista
desde 1923 a 1929), a pesar de la visión que de él ofrecen algunas
historiografías, un régimen a destacar por su efectividad institucional o por
su entereza política. Fue, como denunciara Joaquín Costa en 1901, un régimen
de Oligarquía y caciquismo, y un régimen de corruptelas y de apuntalamiento de
privilegios [Oligarquía y Caciquismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla (1901)].
Tampoco acabó de encontrar aquella agónica España
un lugar estable y reconocido como potencia de primer orden (pero ya no lo era) en el ‘concierto
de naciones’ que había surgido en Europa tras la paz de Versalles (junio,
1919). Este es a muy grandes rasgos el fondo histórico acontecimental sobre el
cual madura esa generación de intelectuales (profesores, escritores,
periodistas, políticos…) de vocación ‘regeneracionista’ que pasa a la Historia
con el título de ‘Generación del 98’; una generación difícil de perfilar compuesta
por firmas de primer orden en la historia de las letras hispanas (Baroja,
Unamuno, el mismo Ortega en su primer período de producción) que, conjuntamente
con los regeneracionistas (Joaquín Costa), y los Novecentistas (Eugenio d’Ors)
acaban por completar el bullente sustrato ideológico y cultural de la España de
inicios del siglo XX.
En 1923, el año en el que se edita por vez
primera la colección de escritos de José Ortega y Gasset que lleva por título El tema de nuestro tiempo estaban aún
muy lejos de digerirse todos estos acontecimientos, y de tantos otros que no
podemos mencionar en tan corto espacio. Este fue igualmente el primer año de la
dictadura militar impuesta por Primo de Rivera y acordada con el el Rey
(Alfonso XIII) que se presentaba como un intento de regenerar el Estado y la
conciencia nacional desde las instituciones (el ‘me duele España’ de Unamuno
fue pronunciado y escrito en estas circunstancias, en una carta dirigida a un
intelectual argentino publicada en la Revista bonaerense “Nosotros”, en
diciembre de 1923: “Me ahogo, me ahogo en
este albañal y me duele España en el cogollo del corazón…”). ['albañal' significa 'colector de inmundicias y detritus].
A la sazón Ortega estaba culminando su etapa
‘perspectivista’, que sucedía a una primera etapa dominada por el neokantismo y
la fenomenología de Edmund Husserl (el concepto de Lebenswelt, ‘mundo de la vida’, tan caro para Ortega es
genuinamente husserliano). Esta segunda etapa, que es la que nos interesa, la
perspectivista, se había iniciado con unas Meditaciones
del Quijote (1914), en las que se contenían algunas prefiguraciones de su ‘circunstancialismo’,
que se continuaron con una meditación eminentemente política que reflejaba una ideología
unitarista-hispánica celosa de los entonces, como hoy, llamados Estados fuertes
de Europa (España invertebrada,
1921), y que culminó con El tema de
nuestro tiempo (1923), primera obra en la que expone las líneas principales
de su filosofía ‘raciovitalista’ desarrollada con la publicación, desde 1929 a
1937, de su Rebelión de las masas,
para muchos de sus estudiosos su obra más característica y definitiva. Otras
influencias que pueden advertirse —unas más reconocidas y acusadas que otras por
el propio Ortega en sus escritos— son las de los germanos Georg Simmel
(neokantiano) y Whilhem Dilthey (alma mater de la hermenéutica filosófica), y
las de los vitalistas Johann Wolfgang von Goethe Friedrich Nietzsche;
igualmente influyentes fueron las lecturas que de Dilthey estaba incorporando
Martin Heidegger a su propio pensar, como puso de manifiesto el profesor Gareth
Williams, de la Universidad de Michigan, en Ortega
Reading Dilthey, and Ideas on Life (1933), una publicación del año 2004 [Traducción
al castellano en la rev. Res publica,
13-14, 2004, pp. 151-164: revistas.um.es/respublica/article/download/59701/57531].
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