miércoles, 3 de diciembre de 2008

EL SIGLO DE TOMÁS DE AQUINO

Esta tabla de Giovanni di Paulo (s. XV) es todo un ejercicio de propaganda y apologética: Tomás de Aquino desde su Cátedra ha tumbado a un Averroes que apenas si puede sostener en sus manos un tratado aristotélico con el que ha intentado defenderse. Del desigual encuentro han sido testigos otros padres y escolásticos de la catolicidad triunfante (los testigos pueden ser Boecio, Buenaventura de Bagnorea, Pedro Abelardo y Agustín de Hipona).


DOS RASGOS DOMINANTES DE LA INSTITUCIÓN ECLESIÁSTICA CATÓLICA A MEDIADOS-FINALES DEL SIGLO XIII SON LOS DE LA DIFICULTAD DE ENCONTRAR UN ASIENTO EN LOS TEJIDOS INSTITUCIONALES DE LAS NUEVAS MONARQUÍAS, Y EL DE LA PORFÍA POR EL ESTABLECIMIENTO DE UNA LÍNEA DOGMÁTICA OPONIBLE A LA LIBRE INTERPRETACIÓN DE LOS TEXTOS DOCTRINALES Y SAGRADOS FRENTE A LAS ESCOLÁSTICAS SEMÍTICAS (CONTRA GENTILES)

A mediados del siglo XIII, al tiempo que se estaban afianzando a lo largo y ancho de la entonces no tan vieja Europa, los dominios y las dinastías nobiliarias desde las que se constituirían las próximas monarquías modernas ―muy lejos todavía de la definición de un mapa de Europa de estados nacionales, pero gestándose ya las fuerzas sociales que los harán posibles―, la Iglesia Católica se ostenta como una institución con intereses y proyecciones que apuntan tanto al plano espiritual y doctrinal, establecido sobre las bases doctrinales de la Escolástica medieval, como al plano material o de los llamados negocios mundanos o ‘terrenales’ (investiduras de clérigos con dignidades políticas, reconocimiento del poder de conceder indulgencias, negociaciones para la designación de electores del Sacro Imperio, establecimiento de la obligatoriedad de subsistir a las iglesias territoriales con diezmos, y un largo etcétera).

La dispersión y las heterogéneas ascendencias étnicas que se están afirmando en los territorios europeos desde los más occidentales reinos hispánicos que se están batiendo contra el entonces ya decadente Califato abásida hasta los orientales principados rusos sometidos por los mongoles de Gengis Kan; la inestabilidad interna potenciada por la existencia de diversas minorías, algunas de las cuales -por ejemplo, las minorías judías desde la oleada de expulsiones que comienza en la Inglaterra de 1290 y culminará con la española de 1492 y la portuguesa de 1497- no acaban de resignarse a la fórmula cesaropapista promovida por Roma; así como el remanente poder de Órdenes Militares y otras instituciones territoriales de planta medieval (señoríos jurisdiccionales) hacen muy difícil la consolidación del ideal de una Europa de monarquías cristianas bajo la égida de la catolicidad romana.

Sumadas a estas circunstancias el auge del averroísmo latino, especialmente importante en Francia (Universidad de París), así como la aparición de nuevas sectas consideradas como heréticas en la Baja Borgoña o en la Italia del Norte, en Bulgaria... algunas de las cuales fueron combatidas militarmente (cruzada francesa contra los albigenses desde 1209 hasta 1229), obligan a la Iglesia Católica a lanzarse a la doble empresa de una redefinición de su doctrina y de una consolidación de su influencia terrenal. La institución del Tribunal de la Santa Inquisición recogida en las actas del Concilio lateranense (1215) expresa a la perfección esta determinación de las jerarquías eclesiales que puede responder, entre otras causas, a la mímesis existente entre Iglesia e Imperio desde la era de Constantino (Edicto de Milán: 313), el primer emperador cristiano en el sentido ecuménico del término, mímesis o connivencia entre poderes que se reforzaría sensiblemente bajo la égida de Carlomagno, rey de francos y lombardos y fundador de un Imperio Carolingio que, tras su conversión al cristianismo en la Navidad del año 800, pasaría a reconstituirse como un Imperio Romano meramente titular pero antecedente directo del Sacro Imperio Romano Germánico (con Otón I, 962).
En el papado de Inocencio IV (1243-1254) termina por extenderse la base doctrinal e institucional desde la que afianzar una estructura de poder que pueda hacer compatible la proyección imperial de la Iglesia (romana) con la ostentación de la incontestabilidad del dogma definido desde las altas jerarquías eclesiales. A este mismo fin se promulga un Corpus Iuris Canonici que, partiendo del Decretum Gratiani (1140), pretende, y consigue, afianzar la autonomía jurídica de la Iglesia al mismo tiempo que da por aceptada la legitimidad de la tutela política y jurídica de la misma sobre aquellas monarquías confesionales cuyos titulares, acuciados por muy diversas problemáticas internas, pretendan afirmarse como ‘reyes católicos’ o, en determinados casos, como aspirantes a la dignidad de elector del Sacro Imperio. Las álgidas disputas entre Federico II, emperador sacro-germánico desde 1220, y los papas Honorio III y Gregorio IX, que pasan de consagrarlo como emperador a excomulgarlo en dos ocasiones (dos consagraciones y dos excomuniones), expresan bien claramente que, a pesar de todos estos intentos que hace la Iglesia para encontrar un equilibrio en lo terrenal, esta meta estaba aún bastante lejos de conseguirse en el siglo XIII.

EN ESTE CONTEXTO HISTÓRICO SE INSERTA LA OBRA DE TOMÁS DE AQUINO.

Éste que hemos establecido es, a muy grandes rasgos, sería el complejo marco histórico en el que se funda en 1216 la orden de Santo Domingo de Guzmán, una Ordo Fratrum Predicatorum, dedicada ex professo a la predicación y defensa del dogma católico (apologética). En esta orden de ‘hermanos predicadores’ ingresará Tomás de Aquino en 1243. Tras un periodo de estudio y aprendizaje bajo la tutela de Alberto Magno, primero en París y después en Colonia, se estableció como profesor lector en la Universidad de París en 1252, mientras realizaba sus estudios para alcanzar el grado de doctor, que consiguió en 1256, siendo nombrado profesor de Filosofía en la misma Universidad este mismo año. Para entonces ya eran muy citados sus primeros escritos profesorales, especialmente el Scripta super libri Sententiarum (comentario a las sentencias de Pedro Lombardo). En 1259 es requerido en Roma por el papa Alejandro IV y permanece al lado de la curia, como consejero y teólogo apologeta, durante nueve años. Obtiene de Roma la licencia para volver a París en 1268, con la finalidad de empaparse de las tesis averroístas que amenazaban con socavar el principio de la autoridad magisterial de la Iglesia, al defender el principio de la doble verdad. Durante esta estancia polemizó desde su cátedra con el averroísta Sigerio de Brabante, a quien no tardó en desautorizar como teólogo. No obstante su labor de refutador del averroísmo y de otras ‘desviaciones’ doctrinales va a desarrollarla mucho más paciente y extensamente por escrito, siendo esta gran refutatio, la parte más magra de su extensa producción literaria. Mas la originalidad y la potencia de la misma no hay que buscarla solamente en plano teológico-apologético, sino en el más puramente filosófico ya que, tras desautorizar el averroísmo desde una perspectiva teológica, se dispuso hacerlo también en el terreno filosófico desarrollando una vasta reinterpretación del pensamiento de Aristóteles, que acabará desautorizando no solamente las propuestas de los averroistas, sino las del mismo Averroes, el más sabio de los gentiles. Mientras desarrollaba esta tarea, y de acuerdo con el principio agustiniano de la vigilancia de la racionalidad desde la fe (aunque desde una perspectiva naturalista), iba defendiendo la idea de la perfecta racionalidad del principio católico de la subordinación del poder temporal al de la Iglesia desde la base de la definición teológica de un derecho natural en el que la jerarquía se presenta como un orden providente. Toda esta ingente tarea la inscribió en sus dos obras más extensas: la Summa contra gentiles (1261-1264); y la Summa Theologica (1265-1273), que es su obra capital, y que no pudo concluir ya que la muerte sorprendió al ‘doctor angélico’ camino de Lyon, para participar en el Concilio, al tiempo que casi culminaba su redacción.

Un rasgo sobresaliente, y muchas veces olvidado o desestimado de la obra de Tomás de Aquino, es su carácter sintetizador de corrientes doctrinales tan aparentemente dispares como puedan serlos las que expresarían los escritos de Aristóteles, Platón, Agustín de Hipona, Boecio, Averroes, Avicena, Maimonides, Ibn Gabirol, etc. A propósito de este mismo rasgo de ‘inculturación’ que tiene su obra también resultará interesante la observación de que su labor de relectura de los textos originales de Aristóteles fue posible gracias a la labor de la Escuela de Traductores de Toledo, que fue la institución que hizo posible la versión latina de los textos del Estagirita. Estos textos, los aristotélicos, sólo se conocían por referencias y fragmentariamente hasta la traducción del árabe al latín de su versión cordobesa (árabe), y constituyó la base literaria de la lectura que los averroístas franceses hacían tanto de los comentarios de Averroes a la obra del estagirita como de las fuentes ‘originales’ de Aristóteles. Tomás de Aquino utilizó el término ‘gentiles’, de ascendencia paulina, para referirse a los teólogos adscritos a la doctrina averroísta, es decir a los escolásticos, musulmanes o no, cuyas lecturas y reflexiones provenían de estas fuentes toledanas.

2 comentarios:

Maimónides dijo...

El Tomy tenia guasa el tio...

Eutópides dijo...
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